Un hacker en la tornería

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A raíz del artículo sobre las últimas lecturas he recordado una cosa que se me ocurrió al leer La ética del hacker. Al leer el concepto de ética hacker y cómo desarrolla el autor su relación con el trabajo no he podido evitar pensar en mi padre.

Hasta el año 95 mi padre era tornero. Tenía un pequeño taller (negocio heredado de mi abuelo) en el que hacía trabajos de madera como tantos otros talleres de Aldaia y la comarca. Hacía trabajos de todo tipo, desde piezas de lámparas a piezas para artículos de pesca e incluso banderillas para los típicos artículos para turistas (no sé si se siguen vendiendo). Básicamente tenía un torno copiador y diversas máquinas típicas de cualquier taller de madera, sierras, lijadoras, cepillos mecánicos, etc. etc. Yo pasé muchos veranos trabajando allí y en el taller de pintura de madera que tenía mi madre. Aunque empezaron juntos, mi madre pronto tuvo que mudarse a su propia fábrica debido a la cantidad de faena, de hecho el negocio de mi madre llegó a emplear a más de 20 personas mientras que el pequeño taller de mi padre nunca tuvo más de 2 o tres empleados.

El caso es que al leer el texto anterior, no he podido evitar recordar cómo mi padre (como tantos otros) se relacionaba con su oficio. Me refiero por ejemplo al horario, el no tenía un horario fijo sino que en función del trabajo hacía sus 10, 12 o 14 horas diarias empezando a veces a las 6 de la mañana y otras a las 9. Si venía algún amigo a verle y le venía bien, simplemente cerraba la puerta del taller y se iba al bar a tomar una cerveza, si no le venía bien seguía trabajando esperando pacientemente que el susodicho se diera por enterado y se marchara. Sólo  el almuerzo era puntual porque se juntaba con otros compañeros (otros torneros, el cristalero, etc.).

Aquellos almuerzos era de lo más divertido de trabajar con mi padre en comparación con el trabajo en la fábrica de mi madre, donde incluso el almuerzo se marcaba por la típica sirena. Se podría decir que el negocio de mi madre era una fábrica de libro, como le hubiera gustado a Weber.

La tornería, a su manera, había espacio para el I+D, pensando en cómo mejorar la fabricación de algún trabajo, viendo alguna máquina nueva que podría ser interesante, o simplemente jugando con la madera.

Por desgracia, los noventa fueron duros para el sector en general y como muchos otros pequeños talleres, tuvimos que cerrar la tornería y pasar del sector secundario al terciario montando un bar, pero eso ya es otra historia.

En fin, creo que simplemente recuerdo con cariño aquellos días porque eran veranos muy divertidos y no puedo evitar sentir un escalofrío cada vez que huelo serrín.