La Farola Dormilona

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Erase una vez, una ciudad llena de farolas. Como buenas farolas, trabajaban por la noche y dormían por el día. Cerraban sus ojos cuando a la salida del sol y dormían durante horas. Más tarde, cuando comenzaba a oscurecer, los ojos de las farolas se abrían llenos de luz y se encendían para iluminar las calles.

Así era su vida y a todas les encantaba trabajar de noche, con las calles vacías, toda la ciudad durmiendo y la luna en lo más alto del cielo. A todas menos a una. Esta farola vivía en un parque de la ciudad y la llamaban la farola dormilona porque se pasaba la noche durmiendo y por el día, cuando nadie necesitaba de su luz, se encendía. Sus compañeras la reñían continuamente:

– ¡Como sigas así acabarán por pensar que estás estropeada!

– No te das cuenta de que tu función es estar encendida por la noche, le decían.

– Durante el día no eres más que un gasto de electricidad innecesario.

La farola dormilona sabía que sus amigas tenían razón, pero no podía evitarlo. Disfrutaba estar despierta durante el día, cuando la calle estaba llena de gente y de actividad, cuando los pájaros cantaban alegres y los niños correteaban por el parque.

– Pero es que la noche es tan aburrida. Nunca pasa nada, ni nadie, es muy triste, se justificaba.

Un día llegó al parque un viejo búho. Se había escapado del bosque porque sus ojos cansados ya no podían ver en la oscuridad como antes.

– Vete a la ciudad – le habían dicho sus amigos –. Allí siempre hay luz, incluso de noche.

Así que el viejo búho había cogido todas sus pertenencias y había llegado hasta el parque donde vivía la farola dormilona. Ese día, como era habitual, el búho durmió todo el día y por la noche, al abrir los ojos, se encontró con la cálida luz de las farolas. Tan feliz estaba con aquella iluminación que le permitía ver a sus ojos gastados que se puso a cantar.

Todas las farolas se pasaron días comentando la belleza y singularidad de aquel canto del búho, tan diferente a lo que habían escuchado hasta entonces. Todas, menos la farola dormilona que, como era habitual, había pasado la noche durmiendo.

– ¿Y de verdad es tan extraño ese canto?, preguntó.

– Es increíble, estoy deseando que llegue la noche solo para oírlo.

– Pero, ¿ese tal búho no puede cantar por las mañanas?

– No, si quieres escucharlo tendrás que quedarte despierta por la noche, como todas las demás, le dijeron sus amigas.

Tal fue la curiosidad de la farola dormilona que a la siguiente noche decidió permanecer con sus dos ojos luminosos abiertos. Era la primera vez que se quedaba despierta y le sorprendió mucho la belleza de la luna, el sonido de los grillos entre los arbustos y, sobre todo, el canto profundo del viejo búho.

A la mañana siguiente estaba tan cansada, tras haberse mantenido despierta tantas horas, que no le quedó más remedio que dormir durante todo el día. Hasta que llegó la oscuridad y sus ojos volvieron a abrirse para iluminar la noche.

Y así, día tras día. Noche tras noche. Nadie más volvió a llamarla la farola dormilona.

Adaptación del original de María Bautista y Raquel Blázquez